Auto, por Guillermo Juan Morado
En el Credo profesamos que “Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso”. A los cuarenta días de la Resurrección, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es elevado y exaltado a la derecha del Padre, entrando su humanidad, de modo irreversible, en la gloria divina. El Señor toma así posesión de la realeza de Dios sobre el mundo, de un Reino que no tendrá fin.
Su misterio pascual no queda recluido en el pasado: “Todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida” (Catecismo 1085). Lejos de alejarse de nosotros, por su Ascensión se hace presente de un modo nuevo, con la presencia invisible, pero que todo lo abarca, de Dios.
Jesús exaltado es el Sacerdote celeste, siempre vivo para interceder en nuestro favor (cf Hb7,25). Él, asociando consigo a la Iglesia, es el “centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos” (Catecismo 662). Celebrando la fe cada domingo, ofreciendo el Santo Sacrificio de la Misa, nosotros, aún peregrinos por este mundo, pregustamos y participamos en aquella liturgia del cielo hasta que, también nosotros, entremos en la gloria de Dios.
Con su Ascensión, Cristo ha inaugurado para el hombre un espacio en Dios: “El ‘cielo’, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre” (Benedicto XVI). En la medida en que nos acerquemos a Jesús y entremos en comunión con Él – mediante la fe, los sacramentos y la entrega de la propia vida – nos estaremos acercando al cielo.
El Señor anuncia el Don del Espíritu Santo, la fuerza que nos permitirá ser sus testigos en medio del mundo, viviendo “la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”, de entrar también nosotros, para siempre en la gloria de Dios. Como escribe San Juan Crisóstomo: “Pero dirás: ¿a mí en qué me interesa? Pues tú serás igualmente llevado a los cielos, porque tu cuerpo es de la misma naturaleza que el cuerpo de Jesucristo. Tu cuerpo, pues, será tan ágil, que podrá atravesar los espacios; porque así como la cabeza, es el cuerpo; como el principio, así el fin. Véase cómo fuimos honrados por este principio. El hombre era la clase más ínfima de las creaturas racionales, pero los pies se hicieron semejantes a la cabeza, fueron encumbrados en una torre real por virtud de Jesucristo, su cabeza”.
“Los pies se hicieron semejantes a la cabeza”. Este es el destino de esperanza, de plenitud, de gloria, que Dios ha preparado para nosotros. Los pies somos cada uno de nosotros, es la humanidad entera, llamada a formar parte de la Iglesia, del Cuerpo del cual Cristo es la Cabeza (cf Ef 1,17-23). La figura y modelo de la Iglesia, de esa humanidad nueva que, en virtud de Cristo, ha entrado en la gloria de Dios es la Santísima Virgen María. Ella está, con su cuerpo y con su alma, en el cielo; totalmente unida a su Hijo, asociada a su realeza y a su intercesión.
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