lunes, 25 de febrero de 2013

El Papa que se va A tres días de la sede vacante

Publicado en LA GACETA La gran noticia eclesial del siglo XXI ha sido la renuncia del Papa Benedicto XVI. Inesperada y sobre todo sorprendente ya que, siendo en teoría posible y considerada en el Código de Derecho Canónico, no se había producido desde hace muchos siglos. Inmediatamente has surgido explicaciones del acto papal que se encierran en dos. Sus condiciones de salud que le impedirían seguir rigiendo la Iglesia y la situación de ésta, tan mala, que, aun estando el Papa en buenas condiciones de salud, se sentía incapaz de abordarla y corregirla. En ambos casos estaríamos ante un acto de responsabilidad de Benedicto XVI y de reconocimiento de su actual incapacidad para cumplir con su altísima misión. Sea aquella física o psíquica. Me he manifestado siempre convencido de que el Papa está muy deteriorado en su salud y que eso ha sido lo que le ha llevado a la renuncia. Seguro estoy también de que el Santo Padre ha consultado a médicos de reputado prestigio y que conoce perfectamente, aunque nosotros lo ignoremos, cuál es su futuro inmediato. Pero podemos juzgar por síntomas evidentes. Ha perdido prácticamente la visión de su ojo izquierdo. Ello hace que calcule mal las distancias y que sea incapaz de subir o bajar escaleras sin riesgo. Todo el mundo ha visto cómo tiene que ser ayudado, casi sostenido, cuando sube o baja las gradas del altar. ¿Ello responde sólo a efectos de visión o hay también un problema neurológico? Sus varias caídas, en Méjico se hizo una brecha en la cabeza, en Italia se fracturó una muñeca, podrían responder también a causas neurológicas. Su corazón, muy gastado, necesita un marcapasos que últimamente ha habido que retocar. Sus deficiencias de movilidad han hecho que le lleven en una plataforma incluso para recorrer la distancia procesional de la basílica de San Pedro. Y en sus aposentos está casi permanentemente en una silla de ruedas. Él mismo ha reconocido que ese deterioro se agudiza progresivamente. Su voz se ha apagado de modo notable. Y se dice que en el último mes, o en los dos últimos, ha adelgazado diez kilos. Pues ya me dirán si es sintomatología no es sumamente alarmante y para hacerle considerar la renuncia. Por el bien de la Iglesia. Humanamente a nadie le gusta renunciar a un cargo distinguido. Y el suyo lo es en grado sumo. Además con tremendas consecuencias personales. Porque la renuncia del Papa supone su desaparición en vida. Un presidente de los Estados Unidos cuando cesa sigue siendo un personaje mundial. Con vida propia. Del Papa no se va a saber más. Como mucho si está gravemente enfermo. Y muy posiblemente la única noticia que tengamos de él será la de su fallecimiento. En su retiro no tendrá audiencias ni visitas. Salvo quizá las de su sucesor. Habrá dejado de existir. Su fiel Ganswein, las consagradas que le atiendan, su confesor, su hermano y apenas nadie más. Estará con Dios, con su piano, con sus libros y con nadie más. No ha renunciado a un cargo, ha renunciado a la vida. No ha renunciado a la Cruz, se ha abrazado a ella de un modo admirable. Estoy seguro de que ese abrazo, por amor a Él y a su Iglesia, alcanzará muchos más frutos de Dios Nuestro Señor que una decadencia cada vez más pronunciada al frente de la Iglesia. Luego están los problemas eclesiales. Que seguramente han influido de modo notable en su deterioro. El Vatileak, la insolidaridad eclesial de no pocos religiosos, la pederastia, los obispos que ha tenido que destituir, la miserable actitud de su Iglesia alemana que parece empeñada en aumentar el dolor de sus últimos días como Papa, la defección de tantos católicos, el lefebvrismo que rechaza el abrazo amoroso que les ofreció, los millones de abortos que claman al cielo desde todos los países del mundo… Hemos tenido un extraordinario Papa que nos deja verdaderamente huérfanos. Será muy difícil que quien le suceda alcance su listón. Pero quien sea, en quince o veinte días lo sabremos, será el Vicario de Cristo, el sucesor de Pedro. Y la Iglesia estará en sus manos. Y, como siempre, en manos de Dios.

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